12 Jul 2009
MIGUEL ÁNGEL GRANADOS CHAPA
Se ventila en la Corte Interamericana de Derechos Humanos la desaparición forzada de Rosendo Radilla Pacheco, detenido ilegalmente el 25 de agosto de 1974, en un caso típico de la guerra sucia librada al margen de la ley, con el pretexto de imponer su imperio, por el Estado mexicano. Antiguo alcalde (priista) de Atoyac de Álvarez, sospechoso de pertenecer o servir a la guerrilla de Lucio Cabañas, Radilla fue detenido en presencia de su hijo, entonces de once años y ahora testigo presencial en el juicio que busca establecer responsabilidades penales sobre esa forma de privación ilegal de la libertad, la más grave de todas porque es practicada por el Estado o mediante su complicidad y omisión.
En representación del gobierno mexicano acudió a la audiencia, el martes 7 en San José de Costa Rica, el secretario de Gobernación Fernando Gómez Mont. De acuerdo con el boletín No. 116 de esa dependencia, para eludir la responsabilidad del Poder Ejecutivo en esa desaparición, Gómez Mont dijo que “la evolución institucional en materia electoral, de seguridad y de derechos humanos que ha habido en el país durante los últimos treinta años… impedirían que un caso así se repitiera”.
El secretario de Gobernación puede hablar de esa guisa en el extranjero, pero no podría sostener aquí que esa etapa del Estado autoritario se ha superado. Al pretender hacerlo mostraría falta de información o de plano mentiría. Para infortunio de todos, en violaciones a los derechos humanos no hemos transitado del autoritarismo a la democracia. En esa materia Felipe Calderón no se distingue de Luis Echeverría ni Gómez Mont de Mario Moya Palencia. Sin que nadie castigue a los responsables; más todavía, sin que siquiera se investiguen los sucesos correspondientes, hoy se hace desaparecer a personas con la misma naturalidad e impunidad que hace 35 años.
De inmediato puede citarse para documentar ese dicho el caso de Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez, miembros del Ejército Popular Revolucionario, detenidos en Oaxaca el 24 de mayo de 2007 y hechos desaparecer al día siguiente cuando, según diversos indicios, fueron entregados por la policía estatal a miembros del Ejército. Está al menos probada, en la indagación que sobre el caso realizó la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, la presencia militar en el lugar y la hora en que fueron capturados los presuntos guerrilleros.
Puede argüirse, sin embargo, que la intervención castrense en esa desaparición forzada no está plenamente probada. Sí lo está, en cambio, otro caso más reciente en que efectivos militares la practicaron en contra de tres muchachos de veintitantos años de edad cada uno, que fueron capturados sin orden judicial y sin motivo aparente en Nuevo Laredo, el 17 de marzo pasado. Miguel Alejandro Gama Habif, Israel Ayala Ramírez y Aarón Rojas de la Fuente salieron del domicilio del primero para llevar al segundo al suyo propio. Miembros del Ejército, a la vista de muchas personas los detuvieron y no se volvió a saber de ellos. Así hubiera quedado la situación de no ser por la insistencia de las esposas de los detenidos, que no aceptaron la inicial negativa de la autoridad militar de aquella ciudad tamaulipeca sobre la detención. El 24 de abril, la Secretaría de la Defensa Nacional emitió un comunicado en que avisaba de la apertura de una averiguación previa destinada a “determinar la participación de personal militar” en la captura de esas personas. El 8 de mayo la Sedena informó que con motivo de esa averiguación se había consignado ante un juez militar a cuatro oficiales y ocho soldados por la privación ilegal de la libertad de esos jóvenes.
A partir de entonces la Secretaría de la Defensa nacional no ha vuelto a informar sobre el caso, no obstante que su naturaleza cambió radicalmente. El 7 de mayo, víspera de la emisión de su segundo boletín –y acaso a ello se debió la difusión de ese comunicado– fueron hallados en un paraje de Nuevo León los cuerpos de las tres personas detenidas por militares al margen de la ley. No se conoce –ese es uno de los defectos del fuero de guerra, su opacidad– el curso de la consignación por privación ilegal de la libertad, ni si la causa respectiva se engrosó con la denuncia por homicidio que corresponde. A pesar de que las víctimas sean civiles, los autores del delito están bajo la jurisdicción castrense.
Como si hechos de esa magnitud, y los contenidos en el informe de Human Rights Watch sobre la “impunidad con uniforme” (tal cual se tituló su informe sobre justicia militar), no hubieran trascendido a la opinión pública mexicana e internacional, en San José el secretario Gómez Mont defendió el fuero de guerra, en función de que fueron militares quienes detuvieron a Radilla Pacheco y se busca que se les sancione penalmente. Primero, como dice el boletín de Gobernación, “destacó la institucionalidad de las fuerzas armadas”, que implica “una delimitación clara de las funciones y facultades de las fuerzas armadas que, a su vez, han incorporado el respeto y la remoción de los derechos humanos a su actuación”
Enseguida, “Gómez Mont defendió a la jurisdicción militar e hizo notar que las garantías constitucionales consagradas a favor de las víctimas operan tanto en el ámbito de la justicia civil como de la militar”. Como si sus oyentes en la Corte, y el público mexicano en lo general ignoraran el sistema jerárquico que rige el funcionamiento de los tribunales castrenses, sujetos sus titulares y miembros a los mandos superiores, el secretario dijo también, sin atenerse a la verdad, que “la jurisdicción militar garantiza los principios de independencia, imparcialidad, oralidad, publicidad, contradicción y concentración. Por ello, rechazó que los militares no puedan juzgar a los propios, porque eso es no reconocerles su identidad y su mística apegada a los más altos valores institucionales”.
Terminó Gómez Mont con una falacia, cuyo desarrollo implicaría la reposición del fuero eclesiástico y la creación de otros semejantes. Dijo que “la jurisdicción militar se somete a un medio de control constitucional como es el juicio de amparo, que resuelve el Poder Judicial de la Federación. Explicó que de esta forma existe un sistema mixto en el que el resultado final de un juicio militar recae en un tribunal de carácter civil”.
El secretario volvió de San José pleno de esas convicciones, por lo que a la mañana siguiente irrumpió telefónicamente en una mesa radiofónica sobre justicia militar. Dijo al aire (según el boletín del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, representado en la mesa por Santiago Aguirre) que las denuncias contra excesos del Ejército están motivadas en una “insensatez” y un “prejuicio inaceptable”: el considerar que al Ejército no le interesa impulsar los derechos humanos. Defendió una vez más el fuero de guerra porque (de acuerdo con la información de la agencia Apro) “incentiva, propicia y protege que los mandos preserven la disciplina de sus cuerpos en función del respeto a la población”.
Será de verse si Gómez Mont hace precisiones, como llamó a sus planteamientos en la mesa radiofónica de marras, a dichos de funcionarios estadunidenses de alto nivel –como los zares de la frontera y contra las drogas– y al reportaje de The Washington Post aparecido el mismo jueves 9, donde se afirma que el Ejército Mexicano se vale de desapariciones forzadas y tortura para combatir a las bandas de la delincuencia organizada. El secretario de la Defensa fue buscado por el diario washingtoniano para conocer su opinión al respecto pero éste no fue atendido.
El denuedo de Gómez Mont en proteger el buen nombre del Ejército, aun pasando por alto hechos comprobados, va más allá del rutinario reconocimiento que, a manera de exorcismo, se hace a la institucionalidad de las Fuerzas Armadas. Da la impresión de que se siente forzado a hablar en tal sentido, lo que eventualmente podría implicar sujeción del poder civil al militar.
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