Tanalís Padilla*
En 1969, cuando el presidente Gustavo Díaz Ordaz cerró 15 de las 29 normales rurales para convertirlas en secundarias técnicas agropecuarias, generó fuerte malestar entre los estudiantes, quienes no aceptaban una situación que pretendía convertirlos en “técnicos serviles... que al graduarse presten sus servicios en las grandes industrias del país” (AGN-DFS Exp.63-12-969; H-123, L-9). Protestaron asimismo diversas comunidades campesinas: “no nos obliguen a pensar que seguimos en la etapa del porfirismo en que sólo los hijos de los burgueses se les impartía la educación” (SEP-Archivo, C-101; E-1341). No sorprende la indignación. Junto con la reforma agraria, el acceso a la educación había sido uno de los principales frutos de la lucha popular revolucionaria y las normales rurales serían por varias décadas el eje central del sistema educativo.
Desde su inicio, las normales rurales estaban estrechamente ligadas a la reforma agraria. Surgieron de la fusión entre las normales regionales y las centrales agrícolas, ambas establecidas en la década de 1920. Las primeras formaban maestros que en breve tiempo estarían capacitados para enseñar a leer y a escribir. Las segundas eran centros de instrucción agropecuaria, estructuradas como cooperativas y dotadas de moderna maquinaria para fomentar técnicos altamente calificados para asesorar a las comunidades recientemente dotadas de tierra. La fusión representaba un intento de unir la cultura del saber con el trabajo físico del campo.
Serían las normales rurales las instituciones encargadas de engendrar y reproducir el amor patrio entre la diversa población. A partir de la Revolución, la educación mexicana en general, y la rural en particular, ponía un fuerte énfasis en la “escuela de acción”, la metodología propagada por John Dewey de “aprender haciendo”. El plan de estudios que combinaba un conocimiento del cultivo de la tierra con el saber erudito de la literatura clásica intentaba revertir un orden y división social que, como lo expresó una joven campesina, nunca tomaba en cuenta al campesino “excepto para el trabajo” (SEP-Archivo, C-101, E-1341).
Aunque la visión educativa fue siempre una política hacia y no desde el México profundo, el modelo educativo del nuevo Estado abría un espacio a la población que había sufrido las más terribles consecuencias del “orden y progreso” porfirista. Las comunidades campesinas muy pronto hicieron suyas las normales rurales, apropiándose del mismo argumento de los gobernantes. Una de las múltiples cartas de protesta que inundaron la SEP con el inminente cierre de las normales reclamaba: “si ustedes mismos están siempre porque no haya analfabetas, que haya educación en México, ¿en qué forma, si ahora quieren que desaparezcan la única esperanza del campesino?” (SEP-Archivo, C-101, E-1341).
A pesar de que la educación rural fue concebida para complementar y fomentar el desarrollo agrícola, el temprano abandono de la reforma agraria hacía de la escuela la única vía para escapar de la pobreza rural que, no obstante los brotes agraristas oficiales, condenaba al campesino a una vida de miseria. Mientras que la población rural a veces se negaba a mandar a sus hijos a la escuela, porque necesitaba la mano de obra en la milpa, la utilidad de la educación se hizo visible porque una política redentora hacia el campo nunca se consumó.
Con todo y su precariedad, las normales rurales eran un espacio privilegiado para los campesinos. “Aunque la comida era muy raquítica –recuerda un ex alumno–, ya estaba segura, y acá a donde yo vivía a veces no teníamos ni para comer”. Era una situación privilegiada, pero los alumnos tampoco se resignaban. La mejora de condiciones de vivienda y estudio era una petición constante, y las carencias, motivo de frecuentes huelgas. Los estudiantes señalaban lo ridículo de una situación en la cual un caballo del ejército obtenía un presupuesto mayor al de un normalista.
Si las condiciones en las normales rurales eran precarias, en las comunidades donde los maestros enseñaban eran devastadoras. El Estado les había asignado la formación de ciudadanos civilizados, lo cual significaba la instrucción sobre técnicas higiénicas modernas, el abandono del alcohol y la renuncia al fanatismo religioso. Pero al llegar a los pueblos, el principal problema no era una retrógrada práctica cultural de sus habitantes, sino una falta de infraestructura sin la cual era imposible el cambio moderno que el Estado pregonaba. Las memorias publicadas por la SEP dan cuenta de esta experiencia: “Los niños tomaban pulque, a veces como único alimento, y me enfrento frecuentemente con el trágico problema de su asistencia con cierto grado de perturbación mental que no llega a la embriaguez completa”.
Dado el poco apoyo que tenían, los maestros rurales lograron verdaderos milagros, casi siempre gracias al esfuerzo de las mismas comunidades las que compensaban la falta de infraestructura. Habría que preguntarse qué se hubiera alcanzado en el terreno educativo con un sistema bien financiado que en vez de cerrar normales las dotara de los recursos necesarios para que laboraran de acuerdo con sus ideales.
* Profesora del Dartmouth College. Su libro Rural resistance in the land of Zapata: the jaramillista movement and the myth of the pax priísta, 1940-1962, publicado por Duke University Press, aparecerá el próximo octubre.
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